Crecí en una casa donde la creatividad valía más que el dinero y donde las soluciones prácticas reinaban sobre las convenciones médicas. Mi madre era una mujer fuerte, madre soltera con dos trabajos, que hacía todo lo posible para sacarnos adelante. No había tiempo para lujos, ni siquiera para perder el tiempo en cosas innecesarias. Así que, cuando la enfermedad o los accidentes tocaban la puerta, las soluciones llegaban desde la tradición, la urgencia y, a veces, desde el borde mismo de la locura.
La fiebre y el remedio de la abuela
Recuerdo esas noches en las que la fiebre me hacía delirar. Mi cuerpo ardía y mi cabeza flotaba en un mar de pensamientos extraños. Mi abuela, con la sabiduría que le daban los años y no la ciencia, tenía su propia cura: emplastos de manteca animal en las plantas de mis pies, asegurados con hojas de mazorca. No sé si era magia, alquimia o pura superstición, pero me dormía envuelto en ese aroma a grasa y maíz, esperando despertar sin fiebre.
Ronchas y limón en la pila
Las ronchas fueron otro de los enemigos de mi infancia. Nunca supe qué las causaba, pero cada vez que aparecían, mi abuela tenía un método infalible: me llevaba a la pila del patio y me restregaba con limón. “Esto te va a curar,” decía, mientras mi piel ardía como si estuviera en llamas. En algún universo alterno, seguramente fui un niño criado por espartanos, porque soporté cada roce cítrico con la resignación de quien sabe que no hay alternativa.
Piojos y Oko
No hay infancia sin al menos una batalla contra los piojos. Pero en mi casa no había dinero para shampoos especiales ni remedios de farmacia. En su lugar, me frotaban la cabeza con Oko, un insecticida tan fuerte que probablemente mataba todo rastro de vida en un radio de un metro. Sobreviví con el cabello intacto, aunque siempre me pregunté si perder algunas neuronas era parte del proceso.
Vick VapoRub: ¿Remedio o veneno?
Si algo dolía, si algo picaba, si algo estaba fuera de lugar en mi cuerpo, la respuesta era una: Vick VapoRub. Pero en casa no solo se usaba para frotarlo en el pecho. Me lo daban a cucharadas. Sí, lo comía. Mentol, alcanfor y eucalipto directo al sistema digestivo. Hoy sé que eso era peligrosísimo, pero en aquel entonces, mi abuela aseguraba que “curaba desde adentro”. Quizás tenía razón… o quizás simplemente tuve suerte de sobrevivir.
La Coca-Cola caliente y la tos
Cuando la tos me atacaba, no había jarabe ni miel que pudiera contra el remedio estrella de la familia: Coca-Cola caliente. No importaba qué enfermedad tuviera, una taza de este brebaje burbujeante y dulzón era la solución. Nadie en la casa se cuestionaba por qué funcionaba. ¿Placebo? ¿Azúcar en cantidades industriales? Quién sabe. Pero en ese momento, el calor de la Coca-Cola era el abrazo que mi garganta necesitaba.
Grapas en vez de costura
Pero mi infancia no solo se trató de remedios caseros. La vida era práctica en todos los sentidos. Un día, llegué de la escuela con el uniforme roto. No había aguja ni hilo a la mano. ¿Solución? Mi madre lo engrapó. Sí, tomó la engrapadora y selló mi camisa con la misma eficiencia con la que arreglaba cualquier problema en la vida. Rápido, efectivo, sin complicaciones.
Reflexión: Entre la supervivencia y la resiliencia
A veces me pregunto cómo sobreviví mi infancia. Entre los remedios extremos, los métodos poco ortodoxos y la dura realidad de crecer con pocos recursos, podría haber salido con un trauma… o con superpoderes. Lo que sí sé es que aprendí a ser resistente, a buscar soluciones cuando no hay respuestas fáciles, y a reírme de los momentos en que la vida parecía ponerme a prueba.
Crecí en un hogar donde se hacía lo que se podía con lo que había, y aunque muchas de esas prácticas hoy me parecen sacadas de un manual de Supervivencia Extrema, también sé que detrás de cada remedio había amor. Mi madre y mi abuela hicieron todo lo posible por cuidarme, con lo que tenían a la mano, y por eso, en lugar de cuestionar sus métodos, hoy las recuerdo con cariño, admiración y mucha gratitud.
Porque al final del día, sobreviví. Y no solo eso: aprendí que la verdadera fuerza no viene de lo que tienes, sino de lo que haces con lo que tienes.
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