En Internet, la maquinaria mediática no busca la verdad ni el análisis profundo. Su motor es otro: provocar emociones inmediatas y violentas, como la rabia, la envidia o la indignación.
Así, la crítica hacia la alegría ajena se ha vuelto casi un reflejo automático: es más un síntoma que un juicio real.
Criticar a quien cumple sus sueños es el reflejo amargo de quienes nunca lucharon por los propios...
Este impulso de atacar no surge en un vacío. Internet hoy es un terreno habitado por un "pueblo fantasma", una multitud de bots, cuentas falsas e identidades infladas. En este paisaje, navegar socialmente se parece más a cruzar un pantano de espejismos que a caminar entre seres humanos reales.
En un entorno así, donde la apariencia importa más que la sustancia, las conversaciones genuinas se vuelven imposibles a plena vista. Para que algo sea verdaderamente auténtico, debe resguardarse en lo privado.
Porque en lo público, todo está teñido de performance: cada quien actúa, vende una imagen, defiende una máscara.
Solo en lo íntimo —donde no hay público ni espectáculo— existe algo verdadero...
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