martes, 26 de julio de 2011

Una vida extraordinaria o el poder de la imaginación - Enrique Jardiel Poncela


Cuando comencé a aburrirme, que fue al acabar de besar manos de señora y de estrechar dedos de caballero, me refugié en un rincón, hasta donde llegaba mejor el perfume de las tuberosas que el escándalo de la orquesta.

Me apoyé sobre una balaustrada que caía sobre el jardín y pensé:

—He aquí todo preparado para una entrevista de amor. Es de noche; hay luna llena; el perfume del jardín sube por la escala de la atmósfera hasta esta terraza; se oye una música lejana y estoy vestido de smoking... Para una entrevista de amor clásico no falta más que una dama extraordinaria junto a mí...

Y apenas me había dicho aquello, a la velocidad terrible del pensamiento (el pensamiento, según los últimos cálculos recorre en un segundo 7.839.456.768 kilómetros), apenas me había dicho aquello una dama apareció en la terraza y se apoyó en la balaustrada a mi vera.

Era alta, muy rubia; llevaba un traje amarillo. Parecía un lápiz Faber. Su cuerpo tenía laxitudes emocionantes, y los ojos eran grandes y ovalados; en el centro de ellos las pupilas asemejaban dos confettis azules, en los que un pintor genial y minucioso hubiera dado dos pinceladitas de purpurina.

¿Tenía veinte años o treinta? Por la frescura de la piel y la firmeza de sus líneas no se hubieran calculado más de veinte. Por la luz fatigada de sus miradas se la habría creído entrando ya en los treinta, y tal vez sobrepasándolos.

Rocé su brazo derecho con mi brazo izquierdo para tener oportunidad de decirle:

—Perdóneme... No la vi entrar. Creí que estaba solo...

—Todos estamos solos aun cuando nos hallemos en medio de una multitud —replicó ella.

Y agregó como explicación:

—Yo he consumido mi vida en buscar alguien que me acompañase y todo lo que he logrado ha sido cambiar constantemente de compañía y no encontrar jamás una compañía eterna.

Suspiró. Me miró tristemente y volvió a mirar la luna, lo cual me humilló porque siempre he creído que la luna es mucho menos expresiva que yo. Pero comprendí que era necesario ponerse a tono con la honda tristeza de aquella dama y murmuré, mirando hacia las nubes:

—Eternidad... ¡oh, Eternidad!

Ella me agradeció mucho aquella elocuencia y crispando una de sus manecitas sobre mi muñeca, susurró:

—Amigo mío... Usted me comprende.

—No sólo la comprendo —dije— sino que ya no podría vivir tranquilo sin contemplar la luna reflejada en el fondo de sus ojos.

Me incliné hacia ella y miré al fondo de sus ojos. No se veía la luna porque la tapaba yo con mi propia cabeza, pero me guardé mucho de decirlo. En aquella postura permanecimos unos segundos. Al final de ellos la dama se enderezó y dijo, gravemente, rechazándome:

—¡Basta! ¡Basta, por Dios!

—¿Cómo se llama usted? —hablé yo sin pizca de lógica.

—Valentina; pero déjeme, por Dios... No me mire más.

—Valentina —exclamé con la entonación de un actor en la escena penúltima del segundo acto—. Valentina.. . ¡Yo necesito mirarte hasta morir!

—Si lo hicieras durante más de unos segundos, ya no podrías separarte de mí, y tu vida sería un infierno.

—¿Un infierno?

—¡Espantoso!

El tono con que pronunció aquella palabra me subyugó. (Hay que recordar que era de noche, que la luna alumbraba la terraza, que hasta allí subía el perfume de las tuberosas, etc., etc.)

Me acerqué a Valentina de nuevo y le dije de un modo imperativo:

—¡Háblame de tu vida!

Ella abrió sus ojos con terror, como si realmente hubiese puesto mi mano en una herida no cicatrizada.

—¡Calla, calla! —suplicó tapándome la boca con las plumas de su abanico.

—¿Tan terrible ha sido tu vida que no quieres recordarla siquiera?

—¡Oh, sí! —murmuró Valentina—. Hablemos de otra cosa.

Diez minutos más tarde habíamos hablado de la dueña de la casa, de lo aburrida que resultaba la fiesta, de las teorías cósmicas de Laplace, del retraso de los trenes, de cómo se conservan las violetas para que no se mustien, del calor que hace en los Trópicos, de los zapatos de brocado, de las leyes de protección a la infancia y de la influencia de Shakespeare en el teatro sueco.

Dudo que nadie haya aprovechado mejor diez minutos.

En realidad, el que había hablado era yo; pero Valentina asentía a todo lo dicho. Se la veía preocupada y con el pensamiento ausente.

Al rato, con esa vuelta al lugar "del suceso", común en las mujeres y en los asesinos de ancianas desvalidas, Valentina empezó a narrarme su agitada existencia.

—Me casé joven: a los diecisiete años —declaró— con un diplomático a quien envenenaba lentamente el whisky. Del brazo de Arnaldo recorrí todo el Oriente, y cuando le sorprendió la muerte en Yokohama, como murió de congestión inesperadamente en el cuarto del hotel, no tuve valor para afrontar la intervención del juzgado y huí a las cuatro de la mañana con un violinista húngaro que desde tiempo atrás me hacía el amor. Matías Malpouski era un hombre raro, que al interpretar determinadas composiciones sufría ataques de nervios espantosos. Una mañana, en el Pera Hotel de Constantinopla, me echó las manos al cuello en medio de un ataque, y desapareció creyendo que me había matado. Un año entero viví sola, adscrita al servicio de contraespionaje ruso. Hasta que, persiguiendo a un espía ucraniano, me enamoré de él y marchamos juntos a Sudamérica. Nos instalamos en un corte de maderas de los bosques del Chaco, y un capataz, a quien mi amor había enloquecido, mató en riña a mi compañero. El capataz robó la caja de la Compañía Maderera y me llevó con él, secuestrada, a Australia. Fue entonces cuando tuve mi primer hijo, que me fue arrebatado y depositado en el hospicio de Sidney. Al año nació el segundo chiquitín, y el capataz se lo llevó, dejándome sola y desamparada. Horacio Fornsendwey, el rey del caucho, me ofreció su mano, y un mes más tarde salíamos, en viaje de bodas, hacia Siam. Mi vida de seis años junto a Horacio fue un oasis en el centro de un desierto. Le amé y me amaba... Hasta que cierta tarde, en Nueva York, el coche de Horacio chocó en el Broadway con un autobús del servicio público y Horacio murió. Viuda de nuevo, con una gran fortuna, me retiré a Escocia, y allí el amor, un amor tumultuoso, me visitó de nuevo en la persona de Ramsday Love, un muchachito de apenas diecisiete años. Le hice comprender lo absurdo de nuestro amor ante la diferencia de edades. Ramsday insistió y yo volví a desengañarle. Se fue, al parecer, convencido; pero al día siguiente aparecía muerto en su cuarto. Se había suicidado por mí... Desde entonces —acabó Valentina— vago de un lado a otro, rodeada de las terribles sombras del pasado y sin hallar la dicha en ningún sitio...

Calló. Hubo una pausa. La historia de la vida de Valentina me había impresionado.

Fui a decir algo, pero en aquel mismo instante una persona entró en la terraza y avanzó hacia nosotros.

Era la señora de Mencheta, una insoportable dama de cuarenta y tantos años, que hablaba con una vulgaridad difícilmente imitable, y a quien solía huir al descubrirla en un salón.

—¡Querido Ricardo! —exclamó avanzando hacia mí—. ¡Cuánto me alegro encontrar a Valentina en tan buena compañía!

Y acercándose a Valentina, la señora de Mencheta la tomó por la barbilla maternalmente.

—¿Verdad que es muy linda? —me dijo.

—Extraordinariamente linda.

—¡Hija mía! —habló, besando a Valentina—. ¿Quién dirá que no tiene más que dieciocho años?

—¿Dieciocho años? —pregunté, sin comprender nada de todo aquello.

—¡Dieciocho! Si hasta el mes pasado no ha salido del colegio de monjas francesas... Su padre y yo hemos preferido que completase bien su educación, y hoy, Ricardo, hemos puesto de largo a Valentina por primera vez y la asomamos a los salones... Quiera Dios que no se case pronto... ¡Cuesta tanto separarse de las hijas...!

Miré a Valentina. Tenía los ojos clavados en el suelo; por las encendidas mejillas rodaban dos lágrimas abrasadoras.

No supe qué decir y bajé al jardín a fumar un cigarrillo.