Es raro. El fin de semana fue más tranquilo que lo usual. Incluso la llegada de Paquito (un animalito muy similar a un perrito french poodle que le regalaron a mi Mamá) le dio un toque muy familiar al domingo. A mediodía decidimos ir al club a jugar tenis los tres y tomar un sauna. En todo el trayecto en carro al club M no dijo nada, solo se dedicó a acariciar a Paquito, que permanecía inconsciente de lo que ocurría a su alrededor. Mi Mamá estaba un poco ausente también, despotricando menos que de costumbre contra la desorganización vial que causaban las procesiones de la Antigua. Al fin jugamos tenis y por un momento me olvidé que estábamos a medio camino de un divorcio que se lo estaba llevando todo...
Era como estar en el ojo de la tormenta. A pesar de que las paredes negras de agua, lodo, vientos furiosos y restos de cosas que fueron dan vueltas en una espiral enloquecedora alrededor tuyo, levantás la vista y podés ver el azul sosegador del cielo, lanzándote una coqueta invitación para que levités y escapés...
Al regreso, la casa estaba más acogedora de costumbre. Me senté en la sala para contemplar los sillones traídos desde Cruz Verde, la alfombra que nos regalaron y que se rasgó cuando la puse en la lavadora, la vitrina que nos hizo el carpintero por equivocación, el comedor con la mesa de patio que compramos en oferta en Cemaco... repasaba mi pequeña creación y recordaba la historia detrás de cada cosa... el ejercicio perfecto para ponerse melancólico. Pero no. No puede ser más y eso lo tengo que entender. Me forcé a ponerme de pie, me tome una pastilla de melatonina y me fui a soñar, con un camino sinuoso que se perdía en una montaña...
Mañana ya no volveré, me habré ido para siempre.