(Tomado de "Amor Se Escribe Sin Hache", de Enrique Jardiel Poncela)
Amé a Luisita ocho meses, incluido febrero. Era una muchacha de diecisiete años, mecanógrafa, que por esta última razón, me escribía unas tiernas cartas llenas de faltas de ortografía. Sus dedos, ejercitados en el tecleo de la "Underwood" número 5 (Underwood Standard Tipewriter), me producían unas cosquillas enervantes, las cuales me hacían tanta gracia que durante el tiempo que nos amamos no tuve necesidad de ir al teatro a ver obras cómicas.
Por las noches, aprovechando la circunstancia de que el padre de Luisita era sereno y estaba aquellas horas repartiendo cerillas encendidas entre los vecinos de la calle de Fuencarral, yo me introducía en su alcoba. (En la alcoba de Luisita, que quede esto bien claro, pues en la alcoba de su padre no entré más que la primera noche, y fue porque no conocía bien el plano del edificio.)
La alcoba de Luisita (una alcoba de 3*2 metros) olía a "Origan" de diez céntimos los cien gramos, y a "Camomila Intea", pero esto sólo cada quince días: cuando le tocaba teñirse el pelo a mi amada.
La primera noche, Luisita me recibió hablando en voz baja.
La imité, suponiendo que en la casa habría alguien que podía oírnos. Más tarde, la experiencia me ha enseñado que en la casa no había nadie y que a las mujeres les gusta entregarse hablando bajo, porque así el pecado les parece más pecado (1).
--Este es mi tocador -susurró ella deslizando un hilito de voz en mi oído.
--¡Ah¡ ¿Sí? -maullé tan bajo que yo mismo no me oí.
Y abarcando con mis manos su cintura de avispa, exclamé:
--Ven aquí...
--¡Chits! ¡Más bajo¡ -suplicó.
--Ven aquí -repetí apenas con el movimiento de los labios.
Luisita se zafó aconsejándome:
--Por Dios, Elías... Contén los apasionados y naturales impulsos de tu corazón impaciente.
Me quedé sin habla; no porque me fatigase la voz de falsete, sino por el efecto que me produjo aquella frase inicua.
Frase que no tardé en explicarme al ver sobre una silla un montón de novelas de amor. Luisita estaba influida por ellas.
--¿Lees muchas novelas? -le dije.
--Sí. Me entusiasman. Ahora me acaban de dejar ésta.
Y cogió un volumen muy desencuadernado, del que me señaló varios capítulos con el índice, lo cual no me extrañó, porque el oficio del índice es precisamente señalar los capítulos de los libros. la novela se titulaba: "La Jovencita que amó a un vizconde", y mi mecanógrafa se sentó en el lecho dejando oscilar sus soberbias piernas, dispuesta a contarme el argumento.
Era demasiado grave el propósito y lo corté en flor.
--No, perdona... Prefiero tus pantorrillas al argumento de esa sandez.
Una chispa de ira brotó de cada ojo de mi novia. Y observando que el camino que debía seguir para desmayar de voluptuosidad a aquella niña era precisamente el contrario del elegido, me apresuré a hacer un elogio de la novela y de su autor, lo que me costó un esfuerzo violento.
El efecto fue instantáneo. Cada palabra de elogio a "La jovencita que amó a un vizconde" me permitía besar a Luisita en un lugar cada vez más estratégico.
Para alcanzar la victoria total me asimilé la forma de expresión propia de esas novelas y nuestro diálogo se encauzó de esta exquisita y peculiar manera:
Ella: ¿Me amas?
--Te adoro.
--¿Sí?
--Sí, nenita mía.
--¿De veras?
--Lo juro.
--¡A cuántas...
--¿Qué?
--... les habrás dicho igual!
--Sólo a ti.
--¿Es posible?
--¡Palabra!
--¿De honor?
--De honor.
--Júralo.
--Lo he jurado ya.
--Júralo otra vez.
--¿Por quién?
--Por tu madre.
--Lo juro.
--¡Ay, Elías!
--¿Qué te pasa?
--Tengo miedo.
--¿A qué?
--A todo y a nada...
--Estando a mi lado...
--¿Qué? ¡Acaba!
--... no debes tener miedo.
--¡Bien mío!
--Dame un beso.
--¿Otro?
--Otro y mil más.
--¿No te cansas?
--¿De qué?
--De besarme.
--¡Oh, no!
--¿No?
--¡Nunca!
--¿No?
--¡Jamás!
--Júralo.
--¿Por quién?
--Por tu padre.
--Lo juro.
--¿Me querrás siempre?
--¡Siempre!
--Júralo.
--¿Por quién?
--Por tu padre y tu madre.
--Lo juro.
--¡Mi vida!
--Nena...
--¡Ay! No me beses así.
--¿Por qué?
--Me subyugas...
--Lo sé.
--Me enervas...
--Lo veo.
--¡Me enloqueces!
--Lo noto.
--¡Oh!
--¡Ah!
Y sonó un ruido. Y después otros dos.
El primer ruido fue el del conmutador de la luz al girar. Y los dos últimos ruidos los produjeron, al caer al suelo, los zapatos de Luisita.
Una hora después ésta me comunicaba que se había entregado a mí de la misma manera que se entregaba la protagonista de "La jovencita que amó a un vizconde".
Con ligerísimas variaciones siguió desarrollándose mi idilio con la mecanógrafa durante ocho meses; sucesivamente tuve que soportar que mi novia imitase a las apasionadas protagonistas de las novelas. "Una aventura en la calle de las Infantas", "Rízate la melena, Enriqueta"; "Reír, soñar, acatarrarse" y "Las corbatas voluptuosas".
A fines de septiembre, apareció una nueva novela de amor: "El vórtice de las pasiones". Luisita se apresuró a pedirme que se la comprase; se la compré; se la tragó en una noche, y como la protagonista del libro engañaba a su amante, Luisita comenzó a engañarme a partir del siguiente día.
Le rogué, le supliqué.
Luisita no me hizo caso.
Me arrastré por el suelo llorando y mendigando una fidelidad que necesitaba para seguir viviendo.
Luisita volvió a desdeñarme.
Le juré que si no me amaba como antes me dispararía un balazo en la sien izquierda.
Luisita conservó su actitud despreciativa.
Le pedí por Dios, por los Santos y por sus muertos más queridos.
Luisita no me contestó siquiera.
Entonces alcé la manga de mi camisa, la doblé sobre el antebrazo y le aticé a mi novia doce bofetadas gigantescas, seguidas de seis puntapiés indescriptibles.
Y Luisita se colgó de mi garganta y me juró amor eterno.
Pero ya me había hartado de ella y se la cedí al dependiente de una guantería, que pintaba al temple de oído.
* * *
(1) A propósito de esto, podría citarse el caso de aquel fumista de Nueva York que, estando poniendo una chimenea en un tejado, se cayó a la calle. Claro que no tiene nada que ver con lo anterior, pero se podía citar ese caso.