Hay gestos que parecen pequeños, inofensivos, casi invisibles. Pero no lo son. No cuando se repiten. No cuando uno se sienta en la mesa y ve, una vez más, esa escena que debería estar prohibida por la Convención de Ginebra del buen gusto: un plato lleno de bordes de pizza dejados atrás como si fueran basura, como si el pan —el pan!— no mereciera la misma reverencia que el queso fundido o el pepperoni.
El borde de la pizza no es una orilla. Es un final. Es una declaración de respeto al plato completo. Es el epílogo del pizzaiolo. Dejarlo atrás es como leer una novela y saltarse el último capítulo porque “ya se entendió la trama”.
Y aún más infame es esa actitud de dejar los bordes como trofeos, cuidadosamente alineados, como si dijeran: "miren qué comedido soy, qué selectivo, qué refinado." No, amigo. No sos refinado. Sos un idiota con complejo de príncipe.
Porque sí: hasta comer se aprende. El largo de los spaghettis está pensado para atrapar la salsa. El cullote se disfruta con el gordito. El taco no se dobla como si fuera origami japonés. Y la pizza… se honra hasta el final.
Y sabés qué es lo peor? He observado. He tomado nota. Y con pesar —pero sin sorpresa— he comprobado que quienes dejan los bordes tienden a ser los mismos que no entienden metáforas, que cambian de opinión como de calcetines, que piensan que Queen sólo hizo We Will Rock You y que creen que “ser adulto” es tener un carro, no criterio.
Tal vez exagero. Tal vez no. Pero si me preguntás qué gesto revela el estado mental de una persona, te lo digo sin pestañear: ver cómo come. Porque quien desprecia el borde, probablemente también desprecia los márgenes, los detalles, los silencios, los postdatas.
Así que la próxima vez que compartas una pizza, observá. El borde no miente.
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