Corría uno de esos días tranquilos en que el sol cae perezoso sobre los patios empedrados y los gallos parecen cantar solo por compromiso. Nos encontrábamos en casa de mi prima —muchacha vivaracha, siempre con una risa lista y el ceño bien poco arrugado por preocupaciones— y su flamante esposo, caballero formal, de bigote disciplinado y aire de quien todavía no se acostumbra del todo al yugo del matrimonio. Se habían casado hacía apenas unas semanas, y la visita era parte de esa ronda de compromisos post-nupciales en que uno va, come, felicita otra vez y hace preguntas de rutina con tono ceremonial.
En esa ocasión nos sirvieron almuerzo. Sencillo, según ellos. Una entrada de ceviche que, para ser sincero, me pareció extraña desde el primer bocado. No era pescado de mar, ni camarón de río, ni calamar ni pulpo ni nada de lo que uno espera cuando le dicen ceviche. Pero tenía buen sazón. Picante en su punto, con limón del que hace temblar la lengua y cebolla morada que crujía como debe. Lo comí. Lo gocé. Lo elogié. Pedí más.
Y fue en ese instante —cuando uno baja la guardia y confía— que se desencadenó la revelación...
“¿Y de qué es este ceviche, ah?”, pregunté, tan contento, tan ignorante, tan ajeno al abismo que estaba por abrirse a mis pies.
Mi prima se limpió la boca con la servilleta, me miró con esa sonrisa serena que a veces usan los que tienen una bomba de tiempo en la mano, y dijo con toda la naturalidad del mundo:
—Criadillas.
—¿Criadillas? —repetí yo, como quien saborea la palabra sin entender el ingrediente.
—Sí, los huevos del toro —remató ella, con una claridad que no dejaba lugar a dudas ni a interpretaciones suaves.
¡Los huevos del toro! La cuchara se me quedó a medio camino, como detenida por una fuerza invisible. Sentí cómo el estómago, que hasta ese momento había estado cantando loas de agradecimiento, se replegaba en silencio, confundido, humillado. El aire me supo distinto. El mundo giró lento.
—Solo el nombre no me gusta... —alcancé a decir, con voz temblorosa y cara de santo sorprendido en pecado.
Ellos rieron, claro. Una risa abierta, sabrosa, cómplice, de esas que no esconden el gusto de la broma bien hecha.
—¿Querés más? —preguntaron, casi con lástima por mi inocencia.
—Nooo, gracias —respondí, con dignidad tambaleante, recogiendo lo que quedaba de mi honra en la servilleta y disimulando la fiebre repentina.
Esa noche no dormí. Ni la que siguió. Ni las cinco que vinieron después. Me daba vueltas en la cama como alma en pena, imaginando efectos secundarios, preguntándome si aquello había sido una simple travesura gastronómica… o algo más...
Pero la revelación verdadera no vino hasta hoy, medio siglo después, mientras barría el patio y un recuerdo me cayó como mango maduro del árbol de la memoria.
Recién casados… criadillas… afrodisíacos... ¡Dios mío bendito!
Tarde pisado... Supongo que el tiempo superó el bloqueo de la violación y ahora puedo contemplar mejor los recuerdos...
Todo encaja ahora... Yo, Inocencio, había sido parte de un rito secreto, de una especie de conjuro matrimonial culinario. Y yo tan campante, tan feliz, pidiendo más. ¡Oooh shayos! Que diría mi abuela, llevándose la mano al pecho como quien siente venir la tormenta...
Y así fue, querido lector. En esta vida uno no solo come por hambre, sino también por ignorancia. O por confianza. O por esa candidez tan nuestra que nos hace tragar cualquier cosa… siempre y cuando tenga limón y cebolla...
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