viernes, 3 de septiembre de 2010
9 – DONDE VALDIVIA HACE EL RIDÍCULO
Una breve previa.
Este es un fragmento del inmortal libro de Enrique Jardiel Poncela titulado “Pero. . . ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?” donde los protagonistas Pedro de Valdivia (el hombre más mujeriego del planeta) y Vivola Adamant (la mujer más hombreriega del planeta) se encuentran.
Vivola ha perdido todo en los casinos y no le queda más remedio que casarse con el millonario marqués del Corcel de Santiago. Los familiares del marqués han contratado a Valdivia para que seduzca a Vivola e impida el matrimonio.
Sin embargo, en este match genial hay un pequeño problema: Vivola es la única mujer que se le ha negado a Pedro. En consecuencia, él no ha podido dejar de pensar en ella y por primera vez en toda su don juanesca vida ha ocurrido lo inconcebible: Todo el encanto seductor de Pedro, toda la picardía, toda su malicia fascinante ha sido reemplazada por un amor puro, profundo y sincero.
Pedro se ha enamorado total e irremediablemente.
Y ya sabemos que el amor vuelve idiotas hasta a los más inteligentes.
Podrá Pedro convencer a Vivola? Veamos qué ocurre...
* * *
Cuando él llegó a la terraza, ella estaba ya apoyada en la balaustrada y mirando al mar (como es lo clásico.)
La brisa desafinaba igual que una mezzosoprano.
Abajo, el Mediterráneo mantenía su eterno combate a X rounds contra el acantilado de la costa. Ya había puesto groggy a la costa, pero no acababa de dejarla knock-out. (Confiaba en lograrlo durante una próxima galerna.)
–Escucha, Vivola —habló él recogiendo en sus pulmones toda la poesía de la noche que le fue posible y proyectándola con su aliento contra la dulce nuca femenina.
–Di...
–Arruinarse no significa nada...
–Nada, más que carecer de dinero en absoluto.
–Y al arruinarte tú, no necesitas vender tus caricias a un viejo casándote con él.
–¿Pues?
–Hay jóvenes que...
La risa de ella, una risa sarcástica, despreciativa, hiriente e histérica, se remontó como un cohete en la noche, interrumpiéndole:
–¡Dios mío! ¡Qué estupidez! ¡Un tendero habría dicho exactamente lo mismo! ¿Qué te pasa? ¿Eres tú Valdivia? ¿Tanto has cambiado que no sabes ya lo que hay que hacer con el cerebro para discurrir? Llegada a la ruina, puesta en el trance de buscar el dinero de un hombre, ¿me aconsejas un joven?...
Pedro retrocedió empujado por aquel desconcierto que desde veinticuatro horas antes regía sus acciones y sus palabras. Vivola siguió entre dos ojeadas compasivas:
–¿Será preciso que yo te aclare el problema?...
Y lo aclaró así:
–Casarse con un viejo no es vender las caricias: es empeñarlas, y empeñarlas por un corto tiempo: el tiempo que el viejo tarda en morirse... Por el contrario, casarse con un joven sí es vender las caricias; es venderlas para toda la vida, puesto que para toda la vida se las entregamos. ¡Ah, no, no! Además, un joven que nos resuelva lo económico exige siempre, tiraniza siempre, acaba por pronunciar las palabras hediondas del “yo te salvé de la ruina”... ¿Un joven? ¡Jamás! ¡Jamás!
Valdivia creyó ver una brecha para robustecer su ataque:
–Pero, al menos, el amor con un joven es limpio y entusiasta; es un delirio divino...
Nuevas risas sarcásticas.
–¡Mi pobre Pedro! Decididamente el azul de esta Costa te hace tan empalagoso y estúpido como ella. Decididamente eres otro...
(¡Ay! ¡No sabía ella bien cómo era otro!)
–¿Es que has olvidado cuanto hablamos aquella noche, hace mes y medio, en el Claridge’s? ¿Es que has olvidado que soy la mujer de los 37,326 hombres? ¡El amor!... 37,326 desencantos me han enseñado que el amor no es un sentimiento, sino una convulsión.
Volvió a reír, con una risa en la que parecía haber desgarradores sollozos; pero sus pupilas estaban secas y ardientes.
–¡El amor, un delirio divino! ¡Magnífica simpleza! Que digan eso las mecanógrafas y los estudiantes, las burguesitas que leen a Maryan y los empleadillos que escriben cartas de amor a Greta Garbo, me parece bien, porque ni unos ni otras saben nada del amor. Pero, ¡que tú digas eso! ¡Que lo digas tú, que has cuadriculado el planeta con tus correrías amorosas! ¡Que lo diga quien sabe que el amor más desinteresado y más noble sólo está hecho de egoísmo y de interés; y que el amor más puro se nutre de impureza; y que el más inmaterial se apoya en el sexo! ¡Que el hombre harto de besar mujeres le diga eso a la mujer harta de besar hombres!... Por fuerza hay algo que se ha enmohecido en tu cerebro. Visita a un psiquiatra, créeme.
Él la tomó por las manos fuertemente, luchando por imbuirle la nueva fe de que estaba invadido.
–Nuestros espíritus se emborronan cada día un poco, es verdad, pero yo empiezo a comprender, Vivola, empiezo a comprender que hay amores que limpian los espíritus...
Ella se desasió con un gesto inexorable, diciendo:
–Los amores con los que se quieren limpiar espíritus acaban por no servir más que para ensuciar sábanas.
Y añadió, rematando tajante la cuestión de su próxima boda:
—Déjame con mi marqués sordo, estúpido y senil... ¡Déjame! Se cae en ciertos matrimonios como se cae en la prostitución y en el suicidio: cuando ya no posee uno ninguna esperanza donde agarrarse. Déjame hundirme.. . Quizá tenemos el deber de volar sobre nubes blancas, pero ¿a quién puede negársele el derecho de revolcarse en el fango negro?
Y huyendo definitivamente del rincón celestial, que era en aquel momento la terraza oscura y silenciosa, dio unos pasos hacia la puerta que, allá al fondo, en la tiniebla de la noche, era como una abertura —roja, amarilla, resplandeciente — que conducía al infierno; es decir: al mundo.
–¡¡ Vivola!!
Y un salto hacia ella de Pedro, que la capturó, que la estrujó contra su pecho, que la exprimió como a una flor. Y el perfume de Vivola (¡Sucede siempre cuando se exprimen las flores!), su perfume de heliotropo se intensificó más terriblemente que nunca.
–Habló Pedro; barbotó palabras y palabras... Una... Cien.. . Mil... Habló, habló, habló... Hala, hala, hala...
–¿Qué decía?
–¡Oh! Lo de siempre. No decía más que lo que suele decirse siempre. Lo que puede decir ese pobre orangután presumido, que es el hombre, cuando quiere expresar su pensamiento por medio del torpe, gris y pobre mecanismo de la palabra y del gesto.
Decía frases rotas.
Decía:
–¡No! ¡No! ¡No te vayas!... ¡Tú no sabes!... ¡¡Te adoro!!... ¡Un nuevo hombre ha nacido en mí!... ¡Creo otra vez! ¡Creo en todo!... El pasado no existe... Te llevo dentro a todas horas ¡Te necesito!... ¡Estoy loco por ti!...
Y decía también esas falsas cosas imbéciles que él siempre había oído a los demás con repugnancia:
–¡Te querré eternamente!
–¡Eres mi felicidad!
–¡No hay otra más que tú!...
Lloraba. Gemía. Balbuceaba. Quería hincarse de rodillas. Besar las manos de la mujer. Besar su vestido. Besar el suelo. Besarlo todo. Humillarse. Sacrificarse. Desaparecer.
Las lágrimas marcaban relejes en su rostro y arrugaban su pechera y mojaban a Vivola.
Ésta lo rechazó con asco infinito. Lo encontraba grotesco y absurdo. Y demasiado húmedo.
Ella también había hablado así y llorado así y suplicado así alguna vez en su vida... Y también sus palabras y su llanto y sus súplicas, habían sido cogidos con el asco con que ella acogía ahora los de Pedro... Y también a ella la habían encontrado grotesca y absurda... Y demasiado húmeda...
Cada ser que hiere a otro, no hace sino vengar una herida anterior recibida en su propio cuerpo.
Y el dolor es un funicular en el cual los que bajan tiran de los que suben y han de bajar a su vez tirando de los que quieran subir, los cuales también bajarán para subir a otros.
Gritó sofocadamente:
–¡¡Déjame!! ¡¡Suelta!! ¡¡Todo esto es imbécil!!
Mientras, él sollozaba, exactamente como en los folletines:
–¡¡Piedad!!... ¡¡¡Ten piedad!!!
Pedro de Valdivia no podía llegar a menos.
Ni Vivola Adamant podía soportar más.
De un tirón brusco se zafó de él y cruzó la terraza y se precipitó en el salón de Ambassadeurs.
Y él la siguió de rodillas, fuera de sí, perdido por completo el contacto con la realidad, llorando centuplicadamente, llorando a raudales, más grotesco, más deplorable, más absurdo que nunca, con una congoja interminable y temblona en la voz:
–Vivola... Vivola... No te vayas... Óyeme...
Pero ella cruzaba ya a toda prisa por entre las mesas, encerrada y aislada en el tibio acolchado de sus armiños, no queriendo oírle, encendida de rabia y de vergüenza, enferma de ridículo, febril de indignación, arrolladora.
Y así desapareció tras las puertas del hall, en cuyas vidrieras su rostro, consumido y pálido, se cubicó por última vez.