Vivimos tiempos en los que decir la palabra “socialismo” es como encender una alarma. Una sola sílaba, y ya estás etiquetado, cancelado, linchado mediáticamente, o acusado de querer convertir tu país en una dictadura tercermundista. Pero seamos honestos: la mayoría de quienes hacen esa acusación... saben perfectamente que no es lo mismo.
No es ignorancia. Es estrategia.
Confundir socialismo con comunismo no es un error casual, es un movimiento calculado. Es una forma de vaciar de sentido las ideas que podrían cuestionar el orden actual. Se quiere hacer creer que cualquier intento por redistribuir la riqueza, por asegurar salud pública, por regular los excesos del mercado, o por dar educación gratuita, es automáticamente “comunismo”. Como si pedir un poco de dignidad humana fuera querer fusilar empresarios o prohibir la propiedad privada.
Lo saben. Y lo repiten porque da resultado.
Se instalan en el inconsciente colectivo imágenes de escasez, represión, pan con cartilla y colas interminables. Se juega con el miedo. Porque el miedo paraliza, y el miedo es útil para defender privilegios.
Este miedo se fundamenta en ciertos regímenes autoritarios de izquierda que dejaron un legado atroz, es verdad. El comunismo aplicado como dictadura dejó cicatrices: Stalin, Mao, Corea del Norte, Cuba. Sería deshonesto ignorar esa historia.
Pero ese miedo no puede convertirse en excusa o palanca para odiar automáticamente toda política que busque justicia social. No todo lo que huela a izquierda es totalitarismo. No toda intervención estatal es control absoluto. No toda redistribución es asfixia económica. Hay una zona intermedia, razonable, ética y humana: el socialismo democrático.
El socialismo auténtico no es el enemigo. El enemigo es la corrupción, la desigualdad obscena, la impunidad. El enemigo es el sistema que convierte hospitales en negocios, la educación en deuda, y los derechos humanos en lujo.
Y mientras se siga llamando “comunismo” a cualquier intento por humanizar la política, seguiremos atrapados en esta farsa...
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